Un chapuzón en frondosidades costarricenses
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De camino al centro de San José, siguen en mi memoria las palabras de una acacia de 400 años, en Valle azul, plasmadas en un cartel, con las que reclama su soledad a la acción humana y termina sentenciando que va a pedirle al Creador que desaparezca nuestra raza. Claro, en la solución, escrita obviamente por un hombre que imposta la voz del árbol, no hay propuesta de comunión sino justamente la misma actitud depredadora que denuncia. ¡Qué rajao!
Corre enero de 2018. En casa del poeta William Eduarte, junto a otros amigos, cenamos una sopita de frijoles y tomamos cerveza. Hablamos del tenso clima por las elecciones presidenciales que se avecinan, de los múltiples partidos, de la fuerte impronta religiosa, de la desinformación, del peligro a que gane el conservador, y cantante cristiano, Alvarado, y claro hablamos también del Alvarado socialdemócrata, que además es escritor. Más a la madrugada, por las calles de la capital tica, percibo que no hay otro tema y que el alcohol potencia las discusiones políticas.
Lo último que me llevo de Alajuela y alrededores es un almuerzo con mi entrañable familia anfitriona a base de arroz, tomate, plátano frito, broccoli y huevo frito con salsa picante que acompaño con un jugo de banano, piña, mango y aguacate muy rico; estar bajando algunos limones para el ceviche y una jornada del encuentro de cuenteros, en el que participan un hondureño que es infumable pero también una colombiana que toca el bombo y un juglar español, que toca la sartén, cucharas como castañuelas y una zampoña, que están muy bien. Está bastante fresco.
Primer impostergable
Vieras qué: un viaje de buses, muy confortables y baratos, me lleva por un camino hermoso, entre montañas verdes y cafetales, de 230 km en siete horas (dos de las cuales son para recorrer 44 km. en un bus gringo tipo escolar). Por momentos, el extenso sermón de un predicador.
Llego a Santa Elena, en la provincia de Puntarenas, me alojo en el Coatí place, que está tuanis y me voy a comer a Sabor tico un casado esplendido con pinto, plátano, queso, ensalada, y carne de res en salsa, por 3500 colones, con una Pilsen tirada. El pueblo, que es muy chiquito y está rodeado de un paisaje envidiable, está todo montado para el turismo de aventura, es súper ventoso, con lloviznas casi constantes por el bosque húmedo, y muy frío durante la noche. Noche que, tras una ducha bien caliente y bien cobijado, se descansa fantástico con el ruido de las gotas y las ventoleras.
El desayuno bien temprano con un pinto con huevo, natilla y papas con café es la base energética para una jornada intensa. Tomo el bus público por 650 colones al Parque Nacional de bosques nubosos de Monteverde.
La entrada cuesta 20 dólares pero son unos diez kilómetros de senderos en la foresta que recorro completos, inclusive metiéndome por algunos senderos que estaban clausurados, igualito, igualito que en el parque Bako, en la parte indonesia de la isla de Borneo, pero esta vez sin ataque de serpientes, por suerte.
Cada tanto llovizna. Al hacer todos los circuitos en orden inverso, esquivo la mayor parte de los túmulos de las excursiones. El recorrido es hermoso: una vegetación profusa cuyas raíces se imbrican en el paso, floripones de colores chillones, frutos exóticos, cascadas, bruma, insectos de gran escala. Veo además varios pájaros, un coatí, un mono y un quetzal como broche de oro, durante unos veinte minutos, lo cual es un privilegio. Y la humedad, un intenso acompañamiento de la humedad.
Para no esperar el bus público que viene dentro de una hora, camino dos kilómetros y el resto me llevan extranjeros en dos tramos. Eso me permite llegar justo para visitar el parque de puentes colgantes Selvaventura, a las dos. El trayecto es de 3 km, que incluyen ocho puentes colgantes –siendo el más largo de 157 m-, algunos a gran altura. Esto proporciona unas vistas aéreas impresionantes pero por 35 dólares me parece caro.
A las cuatro ya estoy en el centro, así que alterno un casado de bistec encebollado, ducha, siesta y un burrito de pollo para recuperar fuerzas. Otra noche de viento y lluvia intensa.me encuentro bien achantado.
Bajando hacia el lago, la bruma es muy densa y por momentos se aparecen las siluetas difusas y ominosas de los gigantescos molinos de viento a la vera del camino. Luego vienen unos paisajes hermosos salpicados de sol. Y los campesinos, a los que Rialengo les canta: Siembra/ justicia con cariño/ que tu cosecha es/ la riqueza de esta tierra/ y esta tierra es/ tu herencia y tu raíz.
A media mañana llegamos al lago Arenal y lleva como una hora cruzarlo porque está picado. Me llevan hasta la entrada al Parque, pago los 12 dólares de la entrada, dejo las mochilas en recepción y hago el recorrido que me lleva dos horas. Me quedo unos veinte minutos esperando, en una acumulación de lava petrificada, a que la cima del volcán Arenal se despeje, cosa que nunca ocurre. No vale la pena, la verdad, pero los otros volcanes del país están muy lejos, cerrados o son muy fríos y no tengo ropa adecuada… en fin.
Hago dedo y unos franceses me llevan hasta la terminal de La Fortuna, donde encuentro nuevamente información corrida o falsa porque no hay bus directo a Puntarenas. El camino es más montañoso y lento pero el paisaje es precioso. Atraviesa varios pueblitos fríos, a veces asentados por sobre las nubes, enmarcados por el verde intenso del país y acompañados por un sol radiante. Se hace de noche y me dejan a la salida de Naranjo. La veo feo pero otra vez tengo suerte y a los diez minutos pasa el bus.
Llego con lo justo al último ferry, el de las 20.30, que solo cuesta 680 colones. En la tele pasan el debate entre los candidatos, mientras un borracho le dice a un tipo que votaría por él y este lo filma con el celular. Al llegar a Paquera me sumo a una pareja de costarricenses en luna de miel, Julio y Ámbar –una chiquilina muy simpática que tiene la habilidad de imitar a los monos congos-, para pagar un taxi ilegal por 20.000 colones. En el viaje, el mae nos va contando abiertamente su oficio trucho mientras le manda audios en voz baja y melosa a un huesito que tiene por Cobano, como si nosotros no pudiéramos escucharlo.
Arribaré a Montezuma, un pueblito playero recomendable, donde pasaré tres noches entre cubalibres, jam psicodélicos, cascadas, sol, hermosos y confianzudos especímenes de urraca copetona de garganta blanca y lecturas.
Paso una tarde en que el sol quema, los peñascos emergen de los tornasoles de azul, los pelícanos observan y las olas matan en Santa Teresa. Es un pequeño pueblito de surfers con playa ancha y extensa de arena blanca y agua de agradable temperatura, calles de tierra que hacen que los conductores de las innumerables motos y cuadris deban cubrir sus caras con lentes y tapabocas pulentas o improvisados con remeras. Acompaño con unos tacos de pescado con yuca frita y un jugo de piña.
Me quedo con una escena nocturna: mientras tomo cervezas en la playa con mis amigos, observamos a un viejito en celo que merodea a una chica que está desmayada en la arena, un hippie de rastas que se dice enfermero y que se acerca a la mae para levantarse a la amiga y, de fondo, un bullicioso grupo de gente desnudo en el agua.
Durante el regreso en barco, acortando el Golfo de Nicoya nuevamente, una señora teñida de rojo se desmaya y parece muerta. Momento de nervios porque no le sienten pulso. Se la llevan y se recupera. Al arribar pasan la canción de Titanic.
Trip in the wata
En 2010 estuve en esta parte, la del Pacífico, así que decido cambiar de lado. En aquella oportunidad me acuerdo que, en camino a Manuel Antonio, me acompañó la canción 25 rosas de Joan Sebastian (que también apareció de camino al imperdible pueblo de Salento, en Colombia, en 2011) y que mi fugaz pasaje me hizo prometer que tenía que volver a esta tierra en que el trato del amor habla de usted.
Ese recomendable y publicitado enclave playero vale la pena por su parque fantástico, que ofrece varios senderos para disfrutar de la fauna local y de vistas contrastantes con el mar. Sus tierras fueron expropiadas por el gobierno en los 70’s a la voraz United Fruit Company, la yunai, que tantos males trajera a la vida humana, política y económica de América Latina.
San José- Guápiles mediante, llego al desagradable pueblo de Cariari, donde parece que deberé pernoctar pues no hay más buses. Solo hay un hotel de mala muerte casi frente a la estación que de inmediato se lleva mi profundo rechazo.
Mientras fagocito unas papas con carne y verduras, me comunico con la gente del hostel de Tortuguero para cancelar esta noche, y me dicen que justo están viniendo de San José así que pasan a levantarme. Espero tres horas, casi muriendo de sueño, en un bar de putas con decoración navideña, que es lo único que tiene internet.
Llegan a las 20.30 y vamos en taxi hasta el muelle, por un camino en horribles condiciones, en hora y media. Allí no hay nadie excepto el barquito que nos espera. Hacemos un privilegiado y alucinante viaje nocturno por el delta crecido por las copiosas lluvias, bajo una hermosa luna casi llena.
Cuarenta minutos después llegamos a Tortuguero, un pequeño pueblito costero, que fuera hasta el ’75, antes de la regulación del Parque, asentamiento de un importante aserradero que estaba aniquilando la selva. De hecho, todavía quedan viejas maquinarias oxidadas e invadidas por la vegetación a la vera del paseo principal. Por su accionar, en la actualidad, a excepción de los gigantes almendros que no fueron talados porque su peso impedía que flotaran y demandaba transportarlos en grandes balsas, es un bosque secundario.
Me levanto a las cinco y media de la mañana. Hasta hace poco estuvo diluviando. Me voy a la entrada del Parque Nacional, pago los 15 dólares de la entrada y los 20 del paseo en bote. Mi guía y remero se llama Ñoca. La mayoría del trayecto lo hago bajo paraguas para risa de los otros visitantes que rápidamente quedan empapados. Aunque llueve, el paseo es fantástico, bordeando masas de selva absolutamente caótica. Si bien no es época para el desove de las tortugas, el principal atractivo del parque, vemos iguanas, congos o monos aulladores, dos caimanes bebé, varios pájaros y una culebra camuflada casi imperceptible.
Dos horas más tarde me voy al hostel a desayunar fruta, pinto con chorizo y café. Meto una hora y media de siesta. A las 11.30 me voy a caminar por el parque y el fango de los primeros doscientos metros me engaña y termino alquilando un par de botas de lluvia a precio de oro.
Son unos cinco kilómetros de senderos tupidos de monos de diferentes tipos, pero hago un par más porque traspaso la parte permitida. El surco bordea la playa, cuya arena y agua están teñidas de naranja a causa de las algas.
Luego recorro el colorido pueblito, de casitas de madera y chapa, con botes, redes y artefactos propios del quehacer pesquero por doquier. Compro salsa Lizano para llevar, que es como el alma del tico. Ceno pescado con ensalada y yuca frita con cerveza, por 6000. Tras una ducha caliente y una vueltecita para despuntar el vicio, me voy a aplanchar la oreja.
Hacia las tierras del calipso
El transfer fluvial Tortuguero-Moin es carísimo pero me permite aprovechar el par de días que me quedan. El viaje de tres horas es hermoso, nuevamente por el delta, surcando laberínticos canales escoltados por una soleada selva avasallante. Vemos dos cocodrilos grandes y uno mediano, además de muchas aves. En algunas de las curvas se avizoran, en las desembocaduras, las olas del mar Caribe.
Arribados al mediodía, tomo un taxi colectivo que atraviesa varias escuelas en pleno proceso electoral, con la singularidad de que aquí hay promotores de los distintos candidatos en la puerta con banderas y stands, con dirección a Cahuita.
En este pequeño pueblo que abandonó el monocultivo del cacao por una peste y que hoy vive mayormente del turismo, vive el máximo referente del calipso costarricense –ritmo de origen africano-, Walter Ferguson.
Apodado Segundo, este músico casi centenario arrastra algunas misteriosas imprecisiones en las conjugaciones verbales y aún añora un pasado en que la inaccesibilidad los mantenía protegidos y solidarios. Los nuevos caminos trajeron salud, pero también el turismo y los ladrones. Este viejito adorable que canta en un inglés rústico es un verdadero trovador de la historia, cotidianeidades y personajes de este, su pueblo adoptivo, dado que en realidad es panameño. Asombra por su sencillez en el trato cercano, en que durante años él mismo comercializó sus grabaciones caseras para los turistas, en que tituló Conjunto Miserable a uno de sus grupos y en sus declaraciones poniendo en duda sobre lo que es el calipso.
Voy a dar una vuelta y almuerzo en una soda un casado con chuletas de cerdo. Aparece un músico, José, que conoce a Masliah, Drexler, No te va gustar y al negro Rada, en ese orden. Y, qué vacilón, se sabe Corriente Alterna y la de la señorita Cunegunda. Le pido hacer un video para mandarle a Leo pero, con humildad, me promete que las vas a estudiar bien para un mañana que nunca ocurrirá. Una pena.
Vuelvo al hostel, me ducho, tomo unas cervezas, charlo con la empleada sobre las elecciones, a minutos de que den los primeros resultados. Ella vota por el partido cristiano Renovación –que manifiesta explícitamente estar en contra de la igualdad de género, a la cual califica de orgía -, ya que las corrientes de izquierda propondrían “salir a la calle desnudos”. No puedo creer, realmente, que las personas den crédito a semejante pamplina. Voy a comer una hamburguesa con fritas en pleno festejo de las gentes de Renovación que han obtenido la mayoría de los votos, aunque no la suficiente, por lo que van a una segunda vuelta. Afortunadamente quien gane será el otro Alvarado, el bueno.
A las ocho de la mañana, este precioso pueblito caribeño invita a una caminata costera, pasando por Playa Negra, hasta Playa Grande, que está hermosa: salpicada de troncos secos que ha traído la marea, desolada, agreste y de arena oscura. Me quedo disfrutándola por tres horas hasta que el sol está muy fuerte, ¡pura vida!
Al mediodía vuelvo al centro, almuerzo unos tostones con guacamole buenísimos con jugo de melón, banano y mango. Los aromas de Centroamérica, qué cosa entrañable.
En la entrada del Parque Nacional Cahuita, donde dono dos mil colones, me dicen que cierra a las cuatro, y no a las cinco, como me habían dicho, así que le meto pata. En el sendero, que va bordeando por unos cuatro kilómetros una playa plena de palmeras, al principio muy concurrida por locales y luego más buena y con extranjeros, veo coatíes, mapaches, monos de cara blanca, congos, zopilotes y otros pájaros, pero ningún perezoso como prometen. El camino es una belleza y a esta hora ya no hay casi nadie: de hecho sorprendo en una hondonadita a una chica sacándose selfies sexys, que queda avergonzada.
A la mitad me para un guardaparques y lo convenzo para que me deje pasar y culminar la ruta. El último tramo es por una pasarela adentrándose en una selva descomunal, húmeda y zumbante.
Ya en Cahuita, tipo cinco de la tarde, tomo unos mates con un termo posta que me prestan ahí. Por la noche tomo unas cervezas en el Coco bar.
Luego de los mosquitos nocturnos, las mágicas tres horas y media hasta San José, unas empanadas asquerosas con masa de maíz, un último jugo de piña y el impuesto de salida de 29 dólares, llega la hora de partir pero, como aquella canción de Masliah que el músico callejero de Cahuita se sabía a pie juntillas, partir para llegar y volver a partir arribando al viaje de nuevo. But no matter, the road is life.
© Pablo Trochon
texto publicado originalmente en Dossier hace unos meses