Trip [Noruega, 2013]
- Pablo Trochon
- 30 may 2020
- 10 Min. de lectura
A través de tierras vikingas

Preludio
Una serie de demoras hacen que pierda la conexión que va de Frankfurt a Oslo y me estanque cuatro horas en el aeropuerto, en las que me meto a fumar en una cabina asquerosa auspiciada por Camel. Al llegar a la capital, obviamente hemos perdido el tren a Stavanger así que pernoctaré allí. Con mi amiga Kriszta fumamos, mientras una piba grita llorando a su novio para que le preste atención; el pibe se quiere ir.
Vamos caminando a la casa de Adam, un polaco súper buena onda de CouchSurfing que vive en su apartamento con dos chicos más, en el distrito Gamle Aker, frente al Cementerio de Nuestro Salvador, creado a consecuencia de la epidemia de hambruna y cólera durante las guerras napoleónicas, a principios del s. XIX, y a la iglesia medieval Old Aker. Cenamos juntos unos grandes kebaps de pollo bien picante. Charlamos un rato y vamos a acostarnos al sofá porque estamos fusilados.
Con la mañana llegan unos huevos revueltos con tomate y pimienta exquisitos preparados por la polaca. Vamos a la estación y compramos los pasajes a Bergen. Por los precios, y recomendaciones de último momento, hemos dado vuelta un poco el itinerario, lo cual terminará siendo una excelente decisión.
Salimos a recorrer Oslo; hay mucha gente en la calle para ser domingo. Pasamos por el Teatro Nacional, la sede del Ayuntamiento, donde cada diciembre se lleva a cabo la ceremonia del Premio Nobel de la Paz, con su maravilloso reloj, el interesante complejo que comprende la medieval fortaleza de Akershus (que entre otras funciones a lo largo de la historia fue calabozo del Primer Ministro de forja nacista, Vidkun Quisling, antes de ser ejecutado) y la posmoderna Opera House desde la que se tiene una bella postal de la costanera. La ciudad es muy linda, consta de una colorida arquitectura que es un deleite, y todo está muy prolijito y limpio. Nos cruzamos con una manifestación contra Monsanto.
Descansamos un poco en el Parque Vigeland, que posee gran cantidad de estatuas que culminan en la plataforma que alberga El monolito, quizás la más sugestiva de todas.
Visitamos un área cool, de diseño, frente al prado de las gaviotas tupido de toda calaña de buques y navíos. Me da curiosidad un yate que se llama Alcatraz, como la legendaria prisión en San Francisco, donde se desarrolla una intensa fiesta de tragos con paragüitas.
Damos un rodeo de casi ocho kilómetros por la ciudad casi sin parar, para visitar el Museo Marítimo, del otro lado de una pequeña bahía, en el distrito de Bygdøy, caminando porque no hemos cambiado plata para pagar el tranvía. Luego no enteramos de que nadie lo paga.
Desde la punta se tiene una postal hermosa de la ciudad. Ya son las nueve de la noche y, finalizando mayo, sigue siendo de día, aunque ha refrescado bastante. Emprendemos la vuelta sufriendo porque tenemos piernas y pies destruidos y estamos muy cansados. A duras penas llegamos a la casa a la medianoche, luego de bordear todo el puerto y atravesar la ciudad. Pasamos varios grafitis anti nazis.
Charlamos y nos bajamos una botella de palinka (destilado de ciruela que ha traído Kriszta de Hungría) y tomamos un poco de hidromiel polaca, en el balconcito con Adam.
Inicio del encanto
Nos levantamos a las seis de la mañana y rajamos a la estación como podemos, aún con las piernas entumecidas. Tomamos bus sin pagar porque apenas podemos caminar.
El viaje en tren a Bergen es alucinante: pasamos desde montañas verdes tupidas de bosques de pinos hasta pequeños caseríos internados en la nieve, en donde la vía de tren es lo único que conecta con la civilización. El cansancio me gana y ya no puedo ver más. Duermo un rato, lo cual me enoja bastante.
Llegamos a las dos de la tarde. Vamos a un café a cargar mi máquina de fotos, checkear internet en busca de algún anfitrión y comer una baguette de pollo al curry con repollo, pepino y una salsa muy rica. En los alrededores hay mucha gente con ropa deportiva porque parece que ha habido o va a haber una competencia de cross country.
Después de vueltas y aún sin host, dejamos los bolsos en la estación de tren y vamos a recorrer la ciudad. Es cautivante: casas coloridas entre las montañas, la casa de los pájaros está oxigenada y un clima agradable y soleado. Pasamos un antiguo cementerio con cárcavas y lápidas en metal, y el antiguo barrio de Bryggen, que data del s. XIV, con sus construcciones en madera típicas.
Noruega es carísimo, así que las posibilidades de hacer cosas son pocas. Entramos a una pizzería y comemos una mitad champignon, mitad peperoni, y otra de cordero y panceta con una salsa blanca picante. Ambas exquisitas pero gastamos 40 USD.
Recibimos una invitación de un couch y tomamos un bus hasta su casa. Nos bajamos intuitivamente. Llegamos pero Kriszta no tiene crédito y nadie responde a todos los timbres. No sabemos qué hacer. Sale un rasta muy drogado y nos dice que busquemos arriba pero hay una puerta que no parece abierta. Hay una baranda insoportable, salimos: ya es de noche y hace mucho frío. Aparece otro rasta que conoce al húngaro al que buscamos y nos hace subir unas escaleras (dudamos a dónde nos lleva) hasta el ático, que nada que ver: está muy lindo y muy prolijo.
El nuevo anfitrión, Yuri, es muy amable y gracioso. Habla inglés, italiano y español y es uno de los tantos inmigrantes que viene a Noruega a hacer plata. Tomamos té (no hay nada en la casa) y luego nos acostamos también en el sofá.
Volando tomamos el bus sin pagar y llegamos al mercado de pescadores para tomar el ferry White Lady. El barquito es muy terraja pero está bien. Nos sentamos en la proa: el espectáculo a través del fiordo es muy lindo. Está súper frío pero estoy bastante abrigado y envuelto en una manta polar que nos dieron. Comemos las pizzas que sobraron de ayer.
Volvemos a las dos y media de la tarde. Seguimos recorriendo Bergen, sus calles con subidas y bajadas, las casitas apiñadas que transmiten gran comodidad. Llagamos hasta la punta y al volver vamos a comprar cosas al REMA 1000, un supermercado barato que nos permite subsistir y que además vende carne uruguaya. Empieza a llover y volvemos a la casa. Es una belleza observar desde el ático el resto de los tejados que se dibujan en plateado.
Charlamos con Yuri y un noruego de 22 años con cara de demente que vive con él y que, a punto de tener un hijo, declara que no piensa hacerse cargo porque “los niños son más de las madres”. Como si fuera poco es un resentido que detesta al húngaro porque es extranjero y gana más que él; claro, la sencilla razón es que Yuri es un profesional y él es un neandertal. Nos invita a comer arroz con verduras extrañas que cultiva en los rincones y Yuri suma una pizza; nosotros, un poco de Jim Beam.
Sabiendo que hay unos uruguayos viviendo acá (amigos de amigos) decidimos mudarnos para visitarlos. José Luis nos pasa a buscar por el mercado de los pescadores; está re fumado y mientras caminamos, todos cargados por una subida hasta la casa, no nos ofrece ayuda. Durante la jornada le pregunto por su barrio en Montevideo, y me dice que no sabe, que a él le dijeron que nació en Montevideo, con cara de misterioso. Después dice descolgadazo que viene de Marte. En otro momento interrumpe la charla para ponerse a gritar como descosido.
La casa es una mugre entre la que vive una fauna variopinta: hay un italiano que se va a dormir, otro que está cenando, un checo que habla todo el tiempo, se hace el chistoso hablando un inglés horrible e insiste con ir a jugar póker por mil coronas (120 USD), una noruega mala onda que aparece en salto de cama con corazones y que se ríe del inglés del checo, al que trata mal todo el tiempo. Por veinte minutos no nos dirigen la palabra, lo cual hace todo más incómodo aún. De repente se van todos a timbear y nos dejan en banda en el sofá sin sábanas ni cobijas ni saludos ni nada.
De repente aparece un egipcio y nos da un acolchado todo sucio (parece que con sangre), pero ya es demasiado tarde. Aguardamos un rato, dejamos una nota con una excusa y nos fugamos sin hacer ruido para no cruzarnos con nadie y tener que dar explicaciones. Por suerte, cuando llamamos a Yuri, nos dice que volvamos sin drama. Caminamos, durante otra medianoche de “noche blanca”, fenómeno cercano al solsticio de verano que nos acompañará también por Suecia, Finlandia, Estonia y Rusia, y que dilata los crepúsculos de modo que nunca oscurece totalmente durante casi dos semanas.
Nos despertamos tarde, a las doce, porque realmente necesitábamos descansar, a raíz de los ruidos que hace el noruego, que se subió al tejado vaya uno a saber para qué.
Acomodamos todo y desayunamos salchichas con pan (tristísimo nuestro pasar gastronómico). Vamos a comprar los tickets a Stavanger: el horario de la mañana sale el doble, por lo que cancelamos el viaje a Voss y adelantamos la partida con pena. Damos una caminata y ascendemos la montaña de FlØyen, desde donde apreciamos Bergen en todo su esplendor.
Volvemos a la casa, juntamos todo y nos vamos al puerto. Tomamos el ferry. El viaje entre los fiordos es hermoso: pequeños islotes, casitas costeras con sus astilleros desde donde algunos se asoman a saludarnos con banderas noruegas, bellos matices de verde y grandes puentes que los conectan. Comemos panchos sumergidos en salsa de los fideos, que es lo que nos daba para comprar. Llueve pero son cuatro horas de deslumbramiento. Imagino lo que debe ser la travesía en auto por la Ruta Atlántica, que transcurre más al norte pero en una zona similar y es una de las más peligrosas del mundo con sus 8 km de increíble y sicodélico entramado arquitectónico de puentes que brincan de una isla a otra.
Cuando nunca es poco
Llegamos a Stavanger. Está nublado y fresco y aún no tenemos quién nos reciba. Vamos a un café a tomar un capuchino y usamos internet hasta que nos empiezan a aparecer propuestas.
La ciudad no es tan linda como Bergen. No hay nadie en las calles. Nos encontramos con Andreas, nuestro nuevo anfitrión, en la estación de tren y vamos en el auto hasta su apartamento que es muy cerquita. Charlamos un poco, pero él está ocupado trabajando así que cocinamos unos fideos con salsa y comemos los tres. Nos duchamos: su baño tiene el piso climatizado y lo más importante es que por fin podemos dormir en una cama.
Años después, en la cumbre del volcán Kelimutu con sus tres lagos, en la isla indonesia de Flores, converso con un grupo del dulces abuelitas oriundas de Stavanger (una de las cuales para mí era Liv Ullman) con el que converso de filosofías del viajero y acuerdan una idea que ido elaborando, en inglés, a lo largo de mis viajes: because it's not in the port but on the road where you found the truth, instead of travel to, prefer travel through (porque no es en el puerto sino en la ruta donde encontrarás la verdad, en lugar de viajar a prefiero viajar a través de).
Tras comprar comida en el REMA 1000, corremos al puerto y, si bien llegamos unos minutos tarde, por suerte el barco se ha retrasado. Otro viaje muy lindo por un fiordo, con casitas costeras, no tan rústicas, de los pescadores. Almorzamos sándwiches de salchichón con queso de untar, una banana, y agua, que es buena y gratis. Los afiches anuncian la inminente visita de la banda estadounidense de integrantes pintarrajeados Kiss.
En cuarenta minutos llegamos a Trongevegen y de ahí ascendemos el Preikestolen, formación rocosa a modo de balcón, expuesto por una improbable escalada de Tom Cruise, en la película Misión Imposible: Repercusión. Hacemos el trekking de casi cuatro horas (entre subida y bajada), de dificultad intermedia, a través de paisajes inolvidables. El espectáculo que ofrece el Pulpit Rock al asomarse a saliente, que posee una caída vertical de 600 m sobre el fiordo de Lyse, la verdad es que es impresionante, contra mi pronóstico por ser demasiado promocionado. Comemos lo mismo, fascinados por el entorno, con la casa del aliento henchida, hasta que comienza a garuar.
A las siete y cuarto llega el último bus y volvemos al puerto para tomar el ferry. Comemos una deliciosa ciabatta de mariscos, pepino, lechuga, con cebollas y salsas con un capuchino.
Recorremos la pequeña ciudad vieja de Stavanger, de callejas torcidas y empinadas, adoquines, grandes alcantarillas y hermosas casas de madera, siempre decoradas con esmero: flores coloridas, faroles y adornos en las ventanas. Visitamos un par de cementerios no muy interesantes, en uno de los cuales cargamos agua.
Vamos a la estación, sacamos las cosas de los lockers y tomamos el tren a las once menos cuarto. Lentamente va oscureciendo, bah, al menos lo que puede.
En Stavanger y Bergen abundan los viejos, las jóvenes embarazadas, los carritos de bebé y la ropa deportiva. Algo debe querer decir, no sé.
Dulce corolario
He dormido muy poco en el viaje aunque me dieron un tapaojos, una manta y una almohada inflable, de los cuales claramente me apropié. Llegamos a las siete y media de la mañana a Oslo. Desayunamos los mismos sándwiches con jugo y café que el otro día, en la estación. Llovizna un poco y nos vamos al Museo Vikingo, al cual accedo gratuitamente con carnet de prensa. Para nuestra sorpresa solo hay cuatro barcos, pero son realmente impresionantes. Seguimos usando buses sin pagar, a la usanza local, mientras tres niñas practican con gracia para su examen de español. En el cementerio frente a lo de Adam, que es muy lindo y además muestra la interesante relación que se tiene con este tipo de espacios pues allí nunca se cierra y funciona más bien como parque al que la gente acude a tomar sol, leer, correr, almorzar o a beber por la noche. Lo recorremos con paraguas, porque vuelve la garúa, buscando a Ibsen y a Münch, a quienes solo ubicamos con ayuda de una de las guardacementerios que arregla la grava.
Saludado al occiso, vamos a disfrutar de su obra al Museo de Münch, pero está cerrado con motivo de una exposición gratuita por la conmemoración de los 150 años del nacimiento del poderoso pintor. Vamos entonces al Parlamento pero llegamos tarde para entrar. Comemos el resto de los sándwiches en el parquecito de enfrente. Mucha gente, entre propios y ajenos. Vamos al Museo de Historia que realmente no tiene mucho y se inscribe más en el moderno modelo de museos show, lleno de escenografías, muñecos y audios recreativos. Pfff, la misma porquería que hicieron en la antigua fábrica de Oskar Schindler, en Cracovia, Polonia. Parece que no es nuestro día.
Medio sobre la hora, a las cuatro menos cuarto de la tarde, tomamos el tren a Estocolmo. El camino tiene mucho verde y abundan los lagos, las grandes casas coloridas, pero el paisaje no es tan majestuoso como en Noruega. Vendrá luego la fascinante ciudad vieja de la capital sueca y una buena noche de fiesta con un grupo internacional de pibes. But no matter, the road is life.
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