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Trip [Colombia, 2011]

Pablo Trochon

Otra Colombia


Porque hay Colombia más allá de Cali, Bogotá, Medellín, Cartagena o las playas del Tayrona, un recorrido diferente por un país intenso.



Diciembre 2011. Una oportunidad aparece luego de una noche atípica en el London bar de Cali – la capital de la salsa-, asistiendo irónicamente a la poco concurrida proyección del video de un concierto de Rammstein, que luego repunta en la zona de Menga, pa’ gozar la rumba caleña en el Café Mi tierra, donde los salseros humillan. La charla casual con un canadiense y un ruso me lleva a seguirlos en su loca travesía en un Vitara sin parabrisa hacia El Darién.

  Cali se despide con un gran mercado lleno de colorido, rodeado por verdes cumbres tupidas. Damos mil vueltas porque son vagos de buscar el mapa. Un camino hermoso de plantíos se convierte en una subida por la sierra, donde el aire se siente más fresco, y entonces se abre la vista del Lago Calima, hermosísima.

  Llegamos ya de noche. Ceno bistec con cebolla, tomate, panceta, arroz y papas al horno: la mejor carne, junto con la neozelandesa, fuera del Río de la Plata.

  Así asisto a la velada en que un canadiense toma mate con Taragüí mientras toca blues y un colombiano, cameraman jubilado que se ha sumado cual rémora y que se ha hecho invitar la cena, canta Malena, mientras allá afuera llueve. Luego, los vapores del Viejo de Caldas desatan las discusiones sobre economía, la guerrilla, los paras, las mafias, el culo de las colombianas, los monos aulladores y toda la vaina. Se escuchan los peyres (teros) como locos en la costa. Ahora el viejo ‘baila’ un tango con un sombrero de ala y unas cabriolas un tanto particulares.

  Me levanto a las once. Desayuno huevos revueltos con tinto y me despido. Recorro las calles de tierra del pueblo, que es muy bonito y tranquilo, acuartelado entre las verdes montañas neblinosas y los balconcitos coloridos de madera añeja. Un grupo de veteranos de poncho, sombrero y bastón trama asuntos inextricables. Un cartel dice que es la Suiza de América, a raíz de los chalet de lujo costeros, hoy propiedad de los narcos. Tomo la buseta que rodea todo el embalse, que es muy muy lindo y por sus vientos convoca a amantes de los deportes acuáticos de todo el mundo. Cruzamos el dique y me deja en la ruta, donde me quedo charlando con una parcera, pero no pasan buses. Paramos un auto que nos lleva por 20.000 pesos. En el trayecto alternan otros pasajeros. El camino está bacano: atravesamos montañas bien tupidas. Es notoria la presencia constante de militares: en general al ejército se lo ve desplegado por todas las rutas y poblados.

  Cada tanto algún trancazo de veinte minutos porque están corriendo las rutas por los habituales derrumbes provocados por las lluvias, además de los cientos de mulas (camiones) que impiden el avance.



Entre el hampa y la solitud

  Llegamos a Buenaventura: la entrada no es auspiciosa. La sensación me recuerda a la entrada a Campeche, el año pasado. La colombiana se va y yo me meto por un centro lleno de música, gente, vendedores ambulantes, cables enmarañados, puestos, ventas de minutos de celular. Llego casi hasta el muelle. En una agencia me recomiendan un hotel muy prolijo, con una reja de seguridad, dado que, pese al nombre, es un enclave donde los paras descuartizan gente y donde funciona el mayor puerto para el tráfico de drogas del país.

  La calle tiene un gran bullicio y música estridente por todos lados. Voy a El Arriero y pido serrucho, por $15.000, que es como una parrillada para dos con ensaladas, arroz y plátano, que me llevo a casa porque es gigante. Quiero salir, pero no se siente cómodo para andar solo. Me quedo haciendo zapping y mirando hacia el balcón de un bar de putas, donde las chicas se burlan de un grupo de coreanos borrachos, mientras afuera llueve a cántaros.

  Amanece lloviendo. En el muelle tomo la lancha rápida. El viaje por la bahía es hermoso; cabalgando entre las olas, bordeando impresionantes acantilados selváticos, en los que se vislumbran cavernas, y rocas en medio del Pacífico, no como las de Tailandia pero algo así. Desayuno parte del serrucho mientras sobrevuelan los gallinazos.

  Al arribar a Juanchaco, un pueblito súper rústico y colorido de casitas enclenques de madera, un pibe me recoge en el muelle y me lleva caminando por la playa empapada y llena de maderas podridas y basura que trae la marea. Arriba los pelicanos. Nos adentramos en la jungla rodeando una pista de aterrizaje y base de la armada, por la que se asoman dos inmensas antenas de celulares, y llegamos a Ladrilleros.

  Me alojo en unas cabañitas muy lindas con hamaca afuera. Dejo las cosas y me voy a caminar por la playa, entre los acantilados, las cañadas, las rocas y la selva que se asoma por todas partes. Hermoso, excepto por momentos en que la lluvia se pone realmente molesta.

  Unos pelaítos me indican la entrada a La Barra, un caserío cuya calle principal está adornada con guirnaldas hechas de botellas plásticas. Muchos me observan mientras me interno. Me guarezco en un árbol frente al muelle que da a un riacho marrón, mientras sigue lloviendo.

  Un grupo de niñitos juguetea cerca para llamar la atención, pero cuando los miro corren. Al menos se acercan, los grandes me miran a lo lejos. Hago el camino de vuelta por la selva: primero, muy disfrutable, pasando algunas casitas sueltas por ahí, entre las palmas, pero luego todo se pone muy barroso y resbaladizo. Pierdo el invicto y termino con los pies totalmente enterrados. Vuelvo caminando descalzo. Un cura con un micrófono y un parlante, en una esquina, llama a los que se tiran de don juanes a hacerse test de ETS, con un discurso sensible y cercano. Después de ducharme y comer el resto del serrucho, me tiro en la hamaca.

  Son las cinco; va bajando el sol. Doy otra caminata por el pueblo y veo que en la iglesia se han juntado las personas para hacerse el examen. La marea ha tomado toda la playa y golpea con fuerza contra las moles de piedra. Bajo al pie de un acantilado y me quedo observando las olas encajonadas contra una caverna. Los troncos y tablas van y vienen.

De camino a las cabañas el cura está retando a un pelao que lo ha acusado en la iglesia de estar fornicando a no sé quién. Pregunta a los que se han acercado si alguna vez en estos doce años ha hecho algo con algún muchacho. Ante el apoyo que brinda el silencio de quienes escuchan, pide respeto y le advierte al chiquillo que la próxima vez le va a pegar en las manos con una tabla.

  Tras leer Burroughs ceno en una cantina al aire libre, donde la familia ve la tele y soy el único cliente. Caldo, pescado frito con arroz, tomate y plátano frito para finalizar la jornada.

  Después del aguacero que dura hasta entrada la mañana, me devuelvo a una playa inmensa y casi desierta para bañarme en el Pacífico: la temperatura es perfecta y hay muchas olas. Pero al rato ya vuelve a lloviznar así que me largo.

  Voy en moto hasta Juanchaco, donde me hago un poquito de tiempo caminando por la playa. Unos pibes juegan al fútbol; por un lado el equipo de chicas, por el otro el de hombres. Algunos barquitos circundan la escena. Un hombre echa sus redes en el gris inmenso.

  El viaje en lancha es muy rápido: las olas golpean mucho y parece que se va a partir la embarcación en cualquier momento. La gente hace chistes y grita por los nervios. Paramos en una base militar a recoger gente.



Sincretismo

  Compro por error tres porciones de pizza hawaiana y tomo la buseta a Popayán, un poblado colonial de los que mejor conserva su arquitectura histórica en toda América. El viaje es larguísimo para avanzar sobre los 120 km que la separan de Cali, porque para todo el tiempo a levantar gente y no tiene mucha velocidad. La bella ruta está tupida de montañas sembradas.

  Al llegar son las cuatro y media y tengo poco tiempo de luz. Corro al centro histórico y lo acribillo a fotos. Todo el viaje ha sido soleado, pero al llegar a Popayán obviamente se larga a llover.

   Se celebra una festividad en la ciudad, en la plaza principal, según averiguo, con motivo de nada: es diciembre, los jóvenes terminaron la escuela… y qué sé yo. La luz va bajando y la plaza se ilumina con los colores de las decoraciones navideñas. Hay un concierto de música clásica. Vuelve la llovizna. Me como tres chuzos (brochettes de carne y papa asada).

  Un hombre se acerca muy amable. Me saluda, me pregunta de dónde soy y me regala una biblia pequeñita: “esto es una mini uzi, la mejor arma que hay”. Hace alguna alusión a los abusos sexuales de los curas y suelta un discurso sionista muy interesante que no recuerdo. Me recomienda visitar Israel.



Ascenso con contrapunto musical

  La primera parte del viaje a Armenia no es muy interesante. Pasan el Club del Clan, Julio Iglesias y, por supuesto, la canción esa de Baute y Martha Sánchez. Años más tarde el venezolano visitaría Montevideo, iría a comer al Santa Catalina ante el estupor de varios y rechazaría el pedido de una foto que un servidor junto a sus amigos le hiciera.

Avanzamos por el valle soleado mientras suena “pon el agua fresca en un jarrón” – al igual que en Costa Rica camino a Manuel Antonio-, hasta adentrarnos en la zona montañosa. La fisonomía y la vegetación me resulta muy similar a Córdoba.

  Hay un par de trancones a raíz de controles policiales: en uno nos dan paso y pasamos por casi dos kilómetros de camiones parados. Ahora suena Rosa de Sandro. En los alrededores de Tebaida, la carretera tiene frondosa vegetación a ambos lados.

  Cuatro horas de viaje, aprovisionamiento, “compre, vea, una rosquillita” o “¿qué hace?, vea” y otro bus a Salento. Pasan No hay dolor de Vicente Hernández y Si tú te vas de Juan Luis Guerra. En el camino hay una lomada semicubierta por una gran bandera colombiana, escoltada por dos soldados: uno en la cima, entre los plátanos, y otro abajo.

  Al llegar a Salento, la llovizna explota en ducha y los adoquines se tapian de plateado. Me hospedo en el Hostel Tralala, que está muy bien y tiene buena decoración. Salgo a recorrer el pueblo que es precioso, tranquilo, pequeño y de casas coloridas. Se respira buen ambiente y hay movimiento de gente.

  Subo al mirador desde donde se puede ver todo el tramado de cuadras, alfombrado de tejas, y el valle, ¡qué chimba! Una auspiciosa caminata descendiente por la selva se trunca porque las famosas hormigas rojas culonas me atacan por estar de sandalias.

Sigo recorriendo los alrededores hasta encallar, frente a la plaza, en una deliciosa trucha a la criolla, en salsa de tomate, cebolla y limón, con ensalada y un patacón gigante, acompañado de una Póker, claro.

  Tras la ducha caliente que demanda la altura, me tiro a rumbear al Speakeasy, bar a medio construir de unos australianos. Hay buen ambiente, es barato, así que me quedo con la gente del hostel tomando algo. Luego vendrá una fiesta de cumpleaños muy aburrida bajo la banda sonora de Colombia: Calamaro y Soda Stereo, así que huyo a un barcito frente a la plaza, donde me tomo un cuba libre que hacen con salsa inglesa como cierre.

  Me levanto a las ocho y desayuno huevos revueltos, queso, pan, arepa de maíz y tinto como despedida. De Armenia tomo el bus a Medellín: el principio del viaje es hermoso: montañas de diferentes verdes y plantíos de café. Pasan Te compro tu novia y Arjona. Llueve otra vez copiosamente y muy rápido la ruta se inunda. El chofer maneja como fumado. Hay más derrumbes y pequeños trancones. Pasamos por un par de pueblos que parecen galerías de whiskerías por la cantidad de luces navideñas. Llego 21.30. En la estación de metro el guardia silba la canción Twisted Nerve del maestro Bernard Herrmann, usada en la banda sonora de Kill Bill I.



Entre la paleontología y un atado de fierros

  Atrás queda la noche paisa con sus excesos, la cultura metro que construye una ciudadanía diferente a la del resto de la ciudad, el cementerio museo – donde definitivamente no está Rosario Tijeras-, la Plaza de estatuas de Botero y una peatonal que es un enjambre insoportable de gente. Es cierto, no es la “Medallo” de La virgen de los sicarios, pero igual espanta.

  Pasando el impresionante cañón del Chicamocha y las ochenta y cinco toneladas de hierro del Monumento a la santandernidad, que es una hoja gigante de tabaco con la representación de la revolución de los comuneros que fue aplacada por el arzobispo, quien ‘accedió’ a todas las peticiones y cuando estos festejaban bien jinchos fueron emboscados y asesinados: su accionar se representa en la máscara que lo cubre y el báculo que es hacha al mismo tiempo.

  En una buseta, cuya banda sonora es Soda Stereo, Los Pericos y Fito, llego al apestoso pueblo de San Gil, que es solo un escalón dentro de este paisaje impresionante: una carretera bordeando el abismo incrustada en un bello y lento atardecer blanco, naranja, fucsia.

  Llego, ya de noche, a las seis, a Barichara. El pueblito es hermoso con sus luces y una Catedral que se destaca. Recorro las calles adoquinadas sacando fotos y buscando hospedaje. Finalmente, elijo Aposentos, que se destaca por un lindo patio interno. Recorro otro poco y paro a comer sopa, cabro con yuca y maduro fritos muy bueno, y por menos de ocho mil pesos, en una cantina en que no hay nadie.

  En el pueblo hay una fiesta en la plaza principal, supongo que por las novenas de aguinaldos, oración continuada durante los nueve días previos a Navidad que redunda en picos comerciales. Hay un actor que hace chistes imitando al presidente Santos. El público, sentado en las escalinatas de la Catedral que hacen de gradas, casi no se ríe.

  Después de recorrer el hermoso pueblo colonial, desayuno en una panadería jugo de mandarina, medialuna rellena de jamón y queso y tinto. Me agerencio veinte minutos de moto taxi, que es casi el único transporte para entrar a Guane, que debe su nombre a la cultura indígena ya desaparecida que se deformaba el cráneo para amedrentar a sus enemigos. El pueblito es súper chiquito y mucho más rústico e irregular que Barichara.

  Al llegar, se me acerca una supuesta descendiente de guanes, a venderme artesanías bastante feas y básicas: no hay turistas a la vista. Visito la iglesia, las callejuelas y una tienda de hermosos fósiles, en que los más grandes cuestan solo cinco mil. Es increíble que estos residuos marinos que testimonian más de 60 millones de años de historia, y son parte del patrimonio colombiano, se comercialicen sin ninguna supervisión.

  Voy a la casa del cura a pedir la llave del candado que sujeta la cadena que cierra la portezuela del dulce cementerio, que es balcón de la inmensidad de las montañas. Un libro esculpido en piedra, frente al abismo de un cañadón, reza: “admira la belleza en la Tierra y piensa en la del Cielo”.

  Devuelvo la llave y pruebo diversos tipos del licor local, el sabajón, de café, piña y aripe, pero no me convencen. Espero al motorista en la plaza, muchas de cuyas piedras son fósiles de plantas, caracoles y ostras. Un cartel reza que es mejor tomar leche de cabra que viagra.

  En la partida, la inmundicia de San Gil ha empeorado por un mercado callejero y es un asco. Abundan gallinazos enormes buscando sobras. En la buseta de Berlinas hacia Bucaramanga, se está más cómodo pero congelado y con las salsas y los vallenatos al palo. But no matter, the road is life.

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