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Trip [Doel, 2012]

Pablo Trochon

Desde su despoblación, Doel atrajo a una ávida manada de artistas que ha generado una peculiar sinergia, la cual empieza por sus muros y casas y termina transformándolo por completo. De ser un anodino pueblito con una arquitectura dispar y olvidable trasciende a obra de arte abierta y work in progress colaborativo. Pasen y vean.

A menos de una hora de la maravillosa ciudad de Brujas, al norte de Bélgica, se esconde un poblado fantasma pero que irradia vida por cada uno de sus rincones, gracias a la tarea de decenas de artistas callejeros que lo han convertido en escenario y parte de sus creaciones. Erigido sobre un terreno pantanoso –de hecho en sus orígenes era más bien una isla- hoy se encuentra enmarcado en una zona industrial tupida de grandes máquinas, grúas, torres de alta tensión y una escalofriante central atómica.

En esa escenografía casi interplanetaria o post apocalíptica quedó varado Doel, tras el desalojo que el gobierno realizó para la ampliación de un brazo del río Scheldt, que expandiera el puerto de Antwerpen, el segundo más grande de Europa. En este páramo bello y misterioso, un molino de piedra que data del siglo XVII –el más antiguo del país- convive junto a las gigantescas torres de enfriamiento de humo de una cuestionada planta nuclear, que este año presentó 250 fisuras en uno de sus reactores. De todas maneras, a causa del desastre nuclear de Fukushima en 2011, las autoridades belgas ya habrían decidido cerrar sus dos centrales atómicas para 2025.

:::::: Habitado desde el siglo XIII, cuando se decretó su total

demolición –en 1999- ostentaba 900 habitantes ::::::

Así, la gente tuvo que irse pero la demolición aún no se ha realizado. Casi deshabitado –a excepción de un puñado personas que aún resisten el desplazamiento y que deben poner carteles en sus casas para que el arte no los cubra a ellos también-, sin transporte que lo conecte con el resto del país y en un lento deterioro, el pueblito volvió a su estatus de isla. Muchos belgas desconocen la joyita que se encuentra tras la maraña de cables y fierros.

Las estructuradas calles en damero, que data del siglo XVII, han sido sacudidas por el color, el diseño, el virtuosismo y el sentimiento de artistas de todo el mundo que las han hecho suyas. Por ello, la recurrente idea de museo abierto no aplica a Doel porque Doel está vivo, al menos por ahora, y su obra seguirá gestándose hasta que se derribe el último ladrillo.

Lo que el viento dejó

Quedó intacto como si sus habitantes hubieran sido abruptamente abducidos, lo cual hace de su recorrido una experiencia fascinante; es poseer el acceso libre a un pueblo para vos solo. Han quedado escenas petrificadas en el tiempo, marcadas por las huellas de una comunidad que hubiera huido de algo o de alguien: así los vestigios que podemos encontrar en el interior de las casas –los muebles y electrodomésticos que no se llevaron, algún juguete olvidado, los empapelados y las moquettes-, hasta los andamios, la carretilla y las bolsas de cemento abandonados en una histórica casa de arquitectura flamenca. Eso es lo que distingue este sitio de Fanzara, en España, donde sus residentes –que no han sido expulsados- han invitado a artistas a intervenir el municipio.

La mayoría de las casas están precintadas, y sus puertas y ventanas tapiadas. Solo una docena sigue habitada por quienes sostienen: “¡Vivimos aquí, nunca nos iremos de Doel, antes tendrán que pasar por encima de nuestros cadáveres!”.

Todas las superficies han sido argumento para la inspiración. Los trazos cubrieron vehículos abandonados, parques de juegos, estaciones de servicio, tiendas y el propio interior de las casas, cuyo acceso prohibido las patrullas policiales que de vez en cuando se aparecen procuran hacer cumplir. En Doel –escenario de películas de terror y raves ilegales en sus deteriorados graneros- la atmósfera está enrarecida: todo está desierto y, pese a las quejas de vandalismo, la ciudad se ve bastante limpia.

Quizás haya sido el aire perturbador que se respira, potenciado por ese silencio profundo, lo que provocó plasmar el arte del graffitti en cada rincón del predio, llevándolo por sus diferentes técnicas y manifestaciones. Garabatos, consignas políticas, románticas o humorísticas hasta extraordinarios murales son la prueba de ello.

Entre los representantes más talentosos del street art se destacan los holandeses Ives.one, LastPlak y Resto, y los locatarios Bué the Warrior y el genial ROA, quien creó la rata, el cuervo, el jabalí sin cabeza, el toro y el conejo boca abajo que se han convertido en los emblemas actuales de Doel.

:::::: La corporación que se encarga de las obras y el desmantelamiento

prometió que la casa del pintor Rubens –que paradójicamente han

mantenido protegida de las pinturas- será desmantelada y

reconstruida ladrillo a ladrillo en un pueblo vecino. ::::::

La realidad de los vecinos

Visitados solo por los curiosos con sus preguntas y fotos, los artistas y algún vándalo, los activistas de Doel 2020 y los habitantes restantes, en su mayoría personas mayores, son conscientes de que el deterioro generalizado solo fortalece el caso de un puerto que parece querer fagocitarlo todo (prueba de ello son los otros Doel que ya dejaron de existir hace tiempo). Marina Apers, su principal activista, reclama que podría ser un espacio habitable para más de 400 familias que trabajan en los alrededores pero la corporación Lso y el Estado argumentan que Doel es inseguro e inhabitable. En el pasado, tras la primera oleada de emigrantes, llovieron cientos de individuos para ocupar las fincas abandonadas. Hoy ya casi no queda nadie. No resulta claro cuánto tiempo más aguantarán los activistas, pero su espíritu de lucha se mantiene desde los años setenta, cuando los rumores comenzaron a circular y generaron las primeras protestas encarnizadas y petitorios. Los litigios en contra de la medida que pone en riesgo la existencia de Doel han sido muchas veces ganados por los pobladores, favorecidos por las estrictas leyes de la Unión Europea respecto a cuestiones ambientales a raíz de que, entre otras cosas, posee una de las colonias de golondrinas más grandes del continente (cuyo canto se cruza con el constante zumbido de los cables de alta tensión). Los residentes que vendieron sus casas antes del 2000 recibieron cuantiosas primas pero quienes aún viven parecen sentenciados a la expropiación que dejará solo algunas monedas.

:::::: No es Chernobyl tras el accidente, no es Pompeya fustigada

por el Vesubio: es una sociedad desmembrada por los intereses

económicos, una aldea que cuenta sus horas para desaparecer ::::::

El futuro será lo qué

Uno de los conflictos más interesantes respecto a este lugar es que muchos pobladores debieron dejar sus lugares de pertenencia, sus hábitos, sus paisajes, sus historias, y ello sin dudas es una gran pena. Pero, sin embargo, de la otra vereda podemos ver que, sin ese fenómeno, nunca podría haberse convertido en la maravilla que hoy es y que a tantos de nosotros deslumbra. ¿Qué diría el pintor barroco Peter Paul Rubens, cuya familia de allí proviene?, ¿arte o sociedad?, he aquí el dilema. Dilema que por otra parte zanjará a la brevedad la piqueta del progreso. El peligro de la inminente desaparición de Doel no solo aqueja a sus tenaces últimos habitantes sino que además significará la triste pérdida de este paraíso del street art.

El caso es una condena en tres direcciones (sociedad/naturaleza/arte) pero que ennoblece las creaciones allí plasmadas y el trabajo de los creadores. Pintar a sabiendas de la perennidad de la obra es parte de la esencia del arte callejero. La posibilidad de que los vecinos insensibles o los pegatineros inescrupulosos la tapen a pocos minutos de finalizada es una realidad, por lo que la sensación no es extranjera para los que a ello se dedican. El problema es que el hecho aislado –y muchas veces efímero- del arte callejero pasó a ser otra cosa en Doel. Adquirió un nuevo significado porque perduró, se nutrió, se tupió, prosperó y creó su propio templo.

El futuro de Doel hoy sigue incierto, como lo atestiguan los miles de signos de interrogación que tapizan sus calles.

© Pablo Trochon

texto publicado originalmente en Seisgrados hace no mucho

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