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Efecto placebo: de Zürich a Innsbruck

Pablo Trochon

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Dar una guiñada a los Alpes y sumergirse en la inmensidad de un territorio amable, placentero y que invita a excursionar. Una imagen: la luna austríaca a través del Jägermeister de las calles suizas. Son estos los breves bocetos de alguien que pasó pero que no se fue, de alguien que fue cautivado por la región del Tirol y sobrevivió para contarlo.

Lo más maravilloso de este viaje de tres meses por Europa, sin lugar a dudas han sido, además de la cantidad de gente increíble que he conocido y de las experiencias que he tenido, los contrastes. Y llegar desde Istanbul a Zürich ha sido uno de los choques más fuertes, pero que afortunadamente no me deparó el embole que presumía, especialmente luego de pasar por la orientalidad turca y la densidad de su ambiente, sino que me encontré en la primera ciudad en la en que me sentí absolutamente a gusto para vivir.

Arribo a la Confederación Helvética el dos de julio, con lluvia y por Basel, fronteriza con Francia y Alemania. Tras algunas horas de sueño en los pasillos del pequeño aeropuerto, dado que debo hacer un poco de tiempo para encontrarme con mi anfitriona, tomo un bus a la estación de trenes y allí, mientras la policía interroga a un lumpen barbudo y cubierto de tatuajes, aguardo fumando bajo el frío aire de la montaña. Llegada mi amiga, y con el abrazo de la alegría de reencontrarnos, nos vamos a tomar un capuchino con un croissant en un Starbucks casi enfrente, para estar un poco calentitos.

Salimos a recorrer un poquito la mañana de la ciudad que está súper tranquila y vacía, no sé si será por las vacaciones o es que habitualmente es así, bordeando el Rin. Cruzamos en un pequeño barquito para abordar del otro lado la Catedral, donde algunos feligreses ya se encuentran en sus menesteres religiosos, y pasamos por el frente de una Universidad que ha sabido tener notorios profesores como Erasmo de Rotterdam y Paracelso. La atmósfera, insisto, es calma, freca, viva.

El tren a Zürich ya me pone en sintonía con los precios suizos. Luego de una hora de viaje, llegamos a una ciudad que aparenta también ser muy tranquila. El clima sigue fresco y con lluvias intermitentes. Vamos a la casa de mi amiga en el tramway. Vive en Wipkingen, cruzando el Limmat, un barrio cercano a la estación de trenes muy lindo, sereno y con mucha vegetación. Su calle, la breve Nürenbergstraße, posee unos cuantos condominios que, si no fuera por los resabios de una tormenta pasada, serían preocupantemente prolijos.

Los días subsiguientes visité Bern y Luzern, pero no vienen al caso hoy si bien son, especialmente el segundo, lugares bellísimos.

Mi última noche en Zürich se deleita con mucha cerveza, un pastel de queso y tomate exquisito, chorizo y el glorioso Leberkäse que consiste en un paté de hígado de cerdo pero sólido como un budín, y es tan pesado como delicioso. Nos bañamos y salimos: el barrio también de noche es muy acogedor y se deja recorrer. Caminamos por las calles desiertas hasta la spicy zona de Langstraße, que durante el día aloja un puñado de restaurantes, tiendas y artistas, donde comienza la ruta del Jägermeister en Longstreet y acaba en Perla-Mode, ambos boliches under, con una ambientación genial y unos habitués bien raros. A pura electrónica.

La mañana me arranca de la cama a las ocho y vuelo a la estación con el tiempo muy justo. Como no hay tiempo para que me impriman el ticket reservado en la boletería, subo al tren sin boleto. Adiós Zürich… eine kleine, vollkommene und nicht mehr werdende, nicht mehr wachsende Welt.

El camino es una belleza y al principio se caracteriza por ser muy montañoso, mientras abandonamos el lago y seguimos un río de colores cautivantes: nótese que este señalamiento cromático aplica a toda la zona de los Alpes, que obliga a no dormirse nadita del recorrido.

El inspector, que es una réplica de Herr Horr, el jefe alemán de Rogelio Roldán, no me acepta el código de reserva y debo pagar otra vez unos hermosos ochenta euros. Luego una familia de musulmanes le chorean una mochila a una japonesa. Entretanto, el paisaje se ha tornado llanura, en pleno valle del Inn, y es posible ver a niños atravesando los sembradíos en bicicleta, volviendo de la escuela.

El viaje en tren es alucinante, acompañando el hermoso y verde cordón montañoso bajo un sol radiante, y tornasolados pueblitos a los alrededores. Las casas son grandes en general y abundan graneros realmente portentosos.

Luego de cuatro horas llego a Innsbruck, la capital del estado de Tirol, en Austria. El sol raja la tarde y el aire puro colma los pulmones del pequeño poblado muy colorido y adornado con banderines, rodeado de las refulgentes rocas de las montañas con sus picos, a lo lejos, nevados. Luego de varias vueltas para poder encontrarme con mi anfitriona, dejo mi mochila en la Facultad de Física, donde ella trabaja, y me voy a recorrer las callejas que se atestan de turistas.

Visito el Goldenes Dachl, ubicado en el antiguo barrio peatonal, edificio que data del siglo XVI cuyo techo cubierto de cerámicos bañados en oro cubriera lo que fuera el palco real del emperador Maximiliano I, para disfrutar de los torneos de plaza. En dicho sitio, donde además otrora fuese quemado el fundador de la rama anabaptista de los huteritas, Jakob Hutter, hoy se concentra el movimiento de la ciudad, los restaurantes pa los turistas y las tiendas encarnadas en el espíritu tirolés. La zona se caracteriza por edificios de cuatro pisos, con amables balconcitos.

Subo para tener una visión panorámica a la Stadtturm, la Torre de la ciudad, desde arriba de cuyos relojes se aprecia toda la ciudad vieja. Y eso de estar a las alturas me decide a cruzar el río Inn, de un marrón caudaloso y gran vegetación rodeante, y empezar a ascender por un sendero bosquiento hacia Hungerburg.

El camino es espléndido y asordinado: la mayoría de los visitantes prefiere tomar el funicular; muy de vez en cuando me cruzo con alguien corriendo. Envidio esta posibilidad, que en muchos otros lugares como Aix-en-Provence existe, de poder salir a correr e internarse en plena naturaleza, sin mucho esfuerzo, y luego irse a trabajar a la oficina.

Al tomar la cima se larga un chaparrón fuertísimo, por lo que debo guarecerme en la estación del funicular, donde de a poco otros se van refugiando, como cuatro ciclistas alemanas que llegan totalmente empapadas. Es un pequeño asentamiento de casitas de madera en tonos chillones muy bello. Me siento a fumar. Desde allí se tiene una vista hermosísima de la completitud de la ciudad. Puede apreciarse, por ejemplo, el futurista trampolín Bergiselschanze desde donde se realiza salto de esquí, diseñado por la genial iraquí-británica Zaha Hadid, quien también dio forma, justamente, a las cuatro estaciones del funicular New Hungerburgbahn, estrenado en 2007.

Luego de diez minutos la lluvia amaina e inicio el descenso, esta vez con el teleférico (que no pago porque el tipo que cobra no está). Vuelvo a la Altstadt y, comiendo un panino de jamón serrano y queso, espero a mi amiga. Juntos vamos a caminar por el Hofgarten, un parque muy lindo y tranquilo donde las nervaduras de los árboles se mezclan con pequeños lagos, fuentes y flores coloridas. Una de sus singularidades: un tablero de ajedrez a escala humana. Nadie juega.

Saliendo del verde pasamos por el encantador Tiroler Landestheater cuando el sol ya está bajando y por el Altes Landhaus (antiguo parlamento del Estado federal) y nos vamos al patio interior de un edificio muy bonito a escuchar la fina interpretación que de piezas de Strauss y Brahms hace una orquesta filarmónica, lo cual me remonta a tiempos de mi infancia. Sentados en el piso, mientras los cajetillas toman champagne.

Finalizado el concierto, y mientras mi amiga me cuenta que en Innsbruck no pasa naranja nunca, empezamos a escuchar unos acordes delirados por la Maria-Theresien-Straße, y de repente nos vemos en un espacio público, como una plaza interna entre edificios, donde hay otro toque pero de un grupo onda Kusturica, con mucha gente bailando como energúmena, en el marco del festival Der lange Sommer am Sparkassenplatz (y que como el título auspicia, dura tres meses de variadas actividades). ¡Muy divertido! Los muchachos son Shantel & Bucovina Club Orkestar; el primero, DJ alemán dedicado a la experimentación con la música balcánica y el resto son los secuaces que lo siguen en la discoteca que los nomina: altamente recomendable.

Las distracciones nos han alejado de la posibilidad de cenar donde queríamos y terminamos en una fonda, camino a casa, donde comemos dumplings en una sopa. La cerveza estaba muy rica.

Entramos a la Facultad siendo las diez de la noche y recorremos los pasillos a oscuras para retirar mis cosas. En la casa me pego una ducha y me duermo.

Al día siguiente tomamos mate con galletitas de chocolate en la Facultad. Me quedaría; Innsbruck es un buen lugar para bajar la pelota. De salida y rumbo a la estación que me dejará en Münich, paso por el Triumphpforte, cuya magnificencia queda apocada con la solemnidad cercana de los Alpes.

Como siempre, llego faltando cinco minutos para la salida del tren. But no matter, the road is life.

© Pablo Trochon

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