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Trip [Granada, 2010]

Pablo Trochon

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Llego convaleciente a tierras nicaragüenses en el Tica Bus buscando reposo. Cambio lempiras por córdobas. Tras visitar la cálida tierra de León y habitar en un hostel de ensueño con una cantina de película de ex agentes de la CIA que desaparecen en sudorosos países latinos donde ensayan su torpe español, Granada es el apacible lugar que busco para olvidar mi agonía en Honduras, con la gripe del viajero viajando en buses de chirriantes gamas y antiguos buses escolares estadounidenses. Mi estado no es bueno pero muero por tapinear un roncito Flor de caña 7 años (gusto que me sacaré más luego con ticos y panas).

Todos los pronósticos son acertados porque la gran sultana es una hermosísima ciudad. De arquitectura colonial con reminiscencias moriscas y andaluzas, recibe alegremente al viajero entre casas de colores contrastantes que me llevan a varias ciudades mexicanas, pero especialmente a Campeche.

Camino medio muerto por hostales de la calle La Calzada que están bien feos. Las recomendaciones parecen conspiraciones y el sol del mediodía arde en mis hombros lustrosos. Mareado y cansado por el calor arribo a The Bearded Monkey Hostel, casona colonial pintoresca y bonita con grandes murales en sus paredes, hamacas paraguayas, mesas de gente amable donde se despuntan Toñas a toda hora y con un tupido patio central. Al suave: el lugar es ideal para convertirse en mi resguardo, así pernocto tres noches en sus amplios dormitorios donde el ventilador no se apaga nunca, tras dos semanas de intenso travelling.

La ciudad se expande desde el Parque Central, rodeado de amplias peatonales, donde se eleva un obelisco un poco cansadito dedicado a Rubén Darío y un monumento a la madre, cerca de la Fuente del amor y de la centrípeta glorieta que nuclea a liceales chingoleándose. Allí se desparrama un pequeño mercado de artesanías y comidas, reducto en que el buen sibarita se dará sabiamente un vigoronazo con un fresco de cacao, un raspado o una chilla con tamarindo, bajo la arboleda. El vigorón granadino es una ensalada de repollo picado, tomate, cebolla y chile en vinagre y sal, con yuca y chicharrones envuelta en plátano, que se destaca por el toque ácido del mimbro.

La desafinada orquesta de tubas y bombos de una procesión que pasea una efigie de Cristo cargando su pesada cruz me hipnotiza y me arrastra por las callejas irregulares de la ciudad, por entre las esquinas curvas, las pilastras y las balconadas de madera. Como ejecutada por un puñado de lunáticos, los turistas registran con estupor el desfile, parapetados en las escaleras que elevan el acceso de algunas casas a un metro por sobre las casi inexistentes aceras. Granada hoy testimonia la herencia que rezuma desde mil quinientos veinticuatro, cuando se convirtió en la primera ciudad europea en pastos americanos, en esas casas de muros generosos, bajo cuya sombra los nicas se resguardan de la inclemencia de la primavera.

Abandono la multitud y me dejo llevar por la calle La Loquera, quien me conduce al edificio de estilo medieval español de la Fortaleza de la Pólvora, usada como depósito de armamento conquistador, ‘centro de rehabilitación’ durante la dictadura de Somoza Debayle y que habría sido escenario de cientos de ejecuciones, después del triunfo revolucionario, por parte del Comando de la Policía Sandinista. Creepy, como tantos matices de las siniestras resignificaciones que se producen a lo largo de la gran pampa simbólica latinoamericana. ¿Hasta cuándo Señor estarás escondido?/ Los ateos dicen que no existes/ ¿Hasta cuándo Señor serás neutral/ y estarás viendo esto como un puro espectador?

Desde el campanario de la Iglesia de la Merced, ubicada en la catorce de septiembre, en medio de un alfombrado de techos coloniales, se alza la efigie amarilla y blanca con cúpulas rosadas de la Catedral. Más abajo, separada por la peatonal y una inmensa cruz, la cara morada del Palacio Episcopal en una Plaza de la Independencia rodeada de carruajes destinados a los paseos gringos por la ciudad. Atrás, enfatizando la imagen, el lago Cocibolca, cuyos curiosos berretines lo llevan a creerse mar y se le ha puesto tener oleaje y mareas, y ser habitado por tiburones.

Entonces no puedo evitarlo, y camino hacia el malecón desde donde salen los ferrys a la maravillosa isla Ometepe, por una calleja fétida desde la cual asisto al tapizado verde del volcán Mombacho. Y allí nomás, pasando la calle El Martirio, me cautiva de sobremanera la mole teñida de moho de una iglesia, como grabada en el cielo, pero, aunque guadalupano desde que me inicié en la Villa del Defectuoso, no reconozco el recinto de mi patrona hasta consultar la guía. Una tierna plazoletita de palmeras y fuente la enfrenta. El convento de San Francisco será austero y soso en comparación con esta belleza que en las pupilas se me entremezcla con la Catedral de Córdoba.

Marzo, que ha comenzado en Guate city, es un mes de pollo frito y gallo pinto (arroz con frijoles negros o rojos) en el desayuno hasta que Panamá me vea levantar vuelo, sin embargo es en una noche de pizzas cuando conozco a las alemanas que me toman hacia el remanso de la Laguna de Apoyo. El flirteo no prospera pero paso una tarde nadando y flotando en un neumático como un escuerzo, mientras a lo lejos algunos hacen motonáutica y las germanas, kayak.

Acá se ve, como en Xela, el bisne de vivir a los extranjeros y de ellos prostituir de algún modo a los locales. Hago algunos compas que en los últimos diez años se dedican a medirle el aceite a europeas a precio de cenas, discotecas, alcohol, hoteles y all stars. A veces el comercio dura hasta tres meses, a veces se terminan casando, inclusive siendo que a veces no hay idioma en común para comunicarse. Es triste. y más la piedra dura porque esa ya no siente

Al alba de Granada, me cruzo al último maya, andando en bicicleta, quien me enseñó a comer mucho chile y tomar vino tinto para tener el banano bien duro. Voy rápidamente rumbo al mercado para tomar la buseta a San Juan del Sur. But no matter, the road is life.

© Pablo Trochon

publicado originalmente en Freeway, hace ya bastante

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