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Trip [Oventic, 2009]

Pablo Trochon

Detrás de la tranquera, los ojos calmos pero intensos que se arrancan del pasamontaña de la mujer armada revisan mi pasaporte desde otra cautela desde la cual considerar al mundo. Hasta en Oventic, uno de los treinta municipios autónomos que abarcan la mitad de Chiapas, hay que atravesar un borde, el que los separa de las tierras del Mal Gobierno.

Atrás queda México, el mercado bullicioso del acogedor poblado de San Cristóbal de las Casas, los picos serenos de las montañas chiapanecas; acá comienza la cuna del nuevo amanecer zapatista, donde los pueblos liberados, de acuerdo a sus costumbres, se autogobiernan; donde ahorita las revolucionarias están desprendiéndose del patriarcado tradicional. Ingreso al Caracol II de los Altos, Resistencia y Rebeldía por la Humanidad, y me conducen para ser interrogado por dos encapuchados de la Comisión de Vigilancia, en un esforzado español, sobre el interés de sumergirme en zona rebelde. Las chavas holandesas se ríen de nerviosismo y miran a los funcionarios como si del Che se tratase.

Bajo por la avenida principal de un día soleado, circundada del aire frío de las alturas. Los emocionantes y coloridos murales que sostienen el ideal revolucionario de la Rabia Digna cubren las casas de madera y las cooperativas donde se comercia café, pozol y artesanías, y que junto al aporte de organizaciones internacionales son la única fuente de subsistencia, al rechazar recursos del Gobierno Federal. También están tapizados el hospital, la escuela secundaria y, más abajo, al lado de la cancha de basket, la primaria. Entramados de vivos rasgos: elotes, rostros esperanzados con pañuelos, chavitos sonrientes armados, hilares, stencil de Frida con un fusil a la espalda, mucho sol, mucha estrella, mucho Zapata, mujeres apapachando a sus bebés en comunión con la naturaleza, sentencias cristalizadas en las empalizadas: No va a venir la felicidad, vamos a caminar hasta la felicidad ya; Para todos todo, nada para nosotros; Resistir es existir.

En la Comisión de Explicación, converso con representantes de los cinco Caracoles (antes aguascalientes de Oventic, La Realidad, La Garrucha, Morelia y Roberto Barrios). Son muy amables y aunque su lengua es el tzotzil, buscan con paciencia el camino para comunicarse: los visitantes somos el trampolín para que, dejando de lado las puras pendejadas sobre las fuentes de financiación y la propia figura del polémico Delegado Zero (ex subcomandante Marcos), la entraña de la resistencia indígena sea difundida por fuera de un país que se esfuerza en silenciarlos.

La lógica se invierte, o se destruye, al proclamar otros mundos posibles desde el "mandar obedeciendo": ya han pasado quince años del levantamiento en armas (y en palos cual fusiles) de dos mil indígenas para proteger su autonomía, siguen sometidos al sigiloso hostigamiento del Ejército mexicano y de los grupos paramilitares, enfrentando las maniobras gubernamentales para debilitar el apoyo de las comunidades al Ejército Zapatista de Liberación Nacional, pero la estrategia se concreta en la persistencia, en la resistencia. Ese espíritu de lucha, diría el antropólogo argentino Rodolfo Kusch, es propio del estar americano, opuesto al ser occidental; no se acepta el enfoque esencialista sino la transitividad de los estados de los ciclos vitales. Dizque el Delegado Zero está preparando “algo grande” para 2012, pero, como tantas cosas, no están autorizados a comentar conmigo: como cuando pregunto si realmente son muchos y la Comandanta me cierra con un seco “somos un chingo”.

Tras la firma de la Junta de Buen Gobierno, en cuya oficina se asoma un banderín de la Fecovi, quedo habilitado para recorrer un lugar que de tan chido nos hace olvidar que en verdad está sumido en la pobreza y marginación, que a pocos kilómetros se encuentran dos de los más grandes asentamientos militares de la selva Lacandona: Patihuiz y San Quintín.

Oventic parece salido de un cuento latinoamericanista, las pinturas que quedarán en la retina del visitante, así como lo hicieran en la bellísima obra pictórica de Beatriz Aurora, replican los enmascarados, los hombres y las mujeres tzotziles y tzetzales, que recorren el caserío. Los chavitos juegan a la pelota, y el que me grita ¡gringo! y se esconde en una camioneta roja; en Guatemala, cerca de Semuc Champey, una noche de cervezas también me dicen que me ven más cerca de un red neck que de ellos. Una frustración, una constatación.

Los zapatistas desarrollan un sistema de enseñanza autónoma para todos (no solo para los indígenas ni para los zapatistas), que es el gestor, junto a la Ley Revolucionaria de Mujeres del noventa y tres, de la recuperación de los derechos de las indígenas, saliendo del lugar de madres y productoras de artesanía y erradicando prácticas cotidianas como la violencia doméstica, el abuso y el alcoholismo (penado hasta con el destierro), hacia la participación y la igualdad. Descentran el lugar del hombre, y su activismo se manifiesta en las decisiones de la comunidad: caminan kilómetros diarios cargando baldes de agua y atados de alimentos, dirigen las Juntas y las "Tiendas de Mujeres por la Dignidad", son promotoras de educación y de salud, y llegan a ser comandantas del EZLN, como la Mayor Ana María.

Luego de escuchar una clase de matemáticas parapetado bajo una ventana, compro algo en la tienda de abarrotes de la entrada: allí hay fotos de zapatistas, en algunas jugando al fútbol o bañándose en el río sin quitarse su pasamontañas. Me voy feliz y conmocionado, con el malsabor de ser gringo, de no poder consustanciarse con lo que ahí ocurre: algo similar pasa en Tegucigalpa, en 2010, cuando asisto a una celebración del colectivo Mujeres en Arte pronunciándose contra el Golpe de Estado de Micheletti, y estoy hablando con una investigadora octogenaria sobre el feminismo, ahí, disfrutando de esa no premeditada fortuna, sin saber cómo justificar mi presencia. But no matter, the road is life.

© Pablo Trochon

publicada originalmente en el magazine Freeway, hace ya...

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