Pachacámac, que fue sincretizado con el Cristo de los temblores, venerado en procesiones que recuerdan el terremoto que azotó Cusco en marzo de 1650, late en las arterias de un pueblo enardecido. Dos mil siete, Machu Picchu es declarado una de las siete maravillas de la modernidad (¿?) y Alan García hace de sus canalladas sin un Sendero Luminoso que moleste. Despidos masivos, incendios de ómnibus, aeropuertos bloqueados, pedradas contra la policía y represión, decenas de heridos, un campesino muerto. Como siempre, los maestros joden por mejorar la educación, la Central General de Trabajadores, por una justa distribución de la riqueza, y la Confederación Nacional Agraria, por facilidades hacia el sector y la anulación del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos. El reelecto presidente adjudica el desmadre a grupos minoritarios de “radicales, suicidas y locos” financiados por Chávez.
Cusco amanece revolucionada y, si bien he participado de varias manifestaciones en Córdoba, cuando las Reformas Educativas digitadas por el FMI para el tercer mundo, y sin querer hacer una épica de una convulsión social que está hasta el perno, esta es especial: se percibe un algo ozónico en el aire enrarecido que susurra vusco volvvver de golpe el golpe.
Estar a 3.400 mts. sobre el nivel del mar, en una soleada hermosura que oscila entre el cosmopolitismo y su tradición indígena, alucinado por el entramado de techos coloniales y el clamor popular que proviene de la Plaza de Armas, donde otrora fue desmembrado Tupac Amaru, confiere la sensación de pasar por una realidad otra. Por las empinadas y angostas callejuelas empedradas, desaguan los maestros en la Avenida El Sol, frente a la Iglesia de Santo Domingo, emplazada sobre el sitio del Qoricancha: otra muestra de la transculturación que impuso la Conquista y que rezuma en cada escalinata de la ciudad. Gilda y Juanito, su guanaquito, se sacan fotos con los turistas. Casi muero de placer, unos minutos más allá, con una de las cinco mejores jamas de mi vida: trucha con omelette de verduras, arroz y papas fritas.
A fin de impedir el acceso a destinos turísticos, la ruta aparece tupida de las mismas grandes rocas que han sido removidas por la policía en la mañana. Esto hace eco en el ánimo caldeado de los pasajeros, que se empiezan a pelear por cualquier cosa: está bien la lucha, pero yo pagué por ver… Inclusive, en un acercamiento para una presunta negociación, el guía se rinde al cholo power y se abandona a la chicha alcohólica con los campesinos hasta que voy a buscarlo.
He tomado Inka Kola y Cusqueña, he sobrevivido a los turistas (como el español que se quejaba de que nos llevaran a la Iglesia de la Natividad en Chinchero si no se podían sacar fotos), al limeño carteludo que se compró un sikus para alardear con los gringos, y la conclusión es que uno termina obsesionándose con lo indígena y viendo reminiscencias incaicas en cualquier lugar: me hace acordar al artesano guatemalteco que, desde su “oficina” (una hamaca paraguaya) en un hostel bellísimo de Granada, Nicaragua, hace tobilleras con euros y dice que es el último maya.
Lateo por los alrededores, entre una gran cantidad de museos, hermosas iglesias con establos de oro, la casa del Inca Garcilaso, la calle Plateros donde pregonan los dealers, y la Plaza de Armas, de la que no se puede escapar. Son días agotadores, las noticias chorrean marchas de protesta. Hay cosas que no encastran con la perfección de las piedras incaicas, que prescinden de todo material para soldar las junturas; muros de adobe donde ha crecido maleza. La noche ha vuelto a tomar la ciudad; doy un pestañazo pero ya me despierto por las corridas a vomitar de los huéspedes que no se han aclimatado a las alturas. Salgo al balcón bien pulenta del hostel, que se encuentra en las alturas, muy cerca del Palacio de Manco Capac, y desde donde los cerros y la entera Cusco es un alfombrado de luces que retacean la penumbra.
Penumbra que se traga los caminos del Valle Sagrado, persiguiendo al Urubamba y coronado por picos nevados, y los del mercado de Pisaq, atestado de enjambres de vendedores ambulantes, como en casi todo Perú; las terrazas de plantación (el cultivo se dificulta en terrenos tan montañosos, como el que ocupan los relegados zapatistas en Chiapas), docenas de Intihuatanas; los farallones milenarios, donde se asientan puestos de vigilancia y cactus acróbatas, y por los que me he escapado del discurso bobo de los guías; las ventanas de Tambomachay, desde donde las momias participaban de las ceremonias del agua.
Que se arrebata Sacsayhuaman, que, si aceptamos la idea de que Qosco fue construida con forma de cabeza de puma, representaría el fruncimiento del ceño visto de perfil. Aunque es el muro perimetral de un anfiteatro que da lugar a la danza de la serpiente, he visto descender un cóndor huge (el Hanan Pacha que invade el Kay Pacha) que soporta estoicamente el vendaval de flashes que le roban de a poquito el alma. El lugar, rodeado de tabaquillos, tiene una vista asombrosa del centro del mundo, mejor que la de mi balcón desde donde la noche se lleva también el sembradío en terrazas con forma de llama de Ollataytambo, frente a la colca tallada en la montaña con forma de Wiracocha cargando una bolsa con víveres, y en la cual el alimento se mantenía gracias a múltiples entradas que canalizaban el viento. Ya no están las cholas pelando maíz ni los chibolos jugando a la pelota en el complejo agrícola de Tipón, irrigado por un sistema de canaletas que aún hoy funciona.
Bajo por la Resbalosa y luego por la calle Suecia y, así como los Incas llevaban los ídolos de pueblos sometidos al Machu Picchu para rendirles culto, parto con mis creencias en el trencito que va a Aguas Calientes, hacia el santuario para allí hacer lo propio… o lo nuestro: ¿lamer miel o lamer mierda? That’s the question. But no matter, the road is life.
© Pablo Trochon
publicado originalmente en Freeway hace una bocha